jueves, 15 de septiembre de 2016
No siempre dos cabezas son mejor que una.
Sobre el Rio de las Avenidas, y en la avenida Revolución de Pachuca, se han colocado algunas banderas de la historia de México. Entre ellas dos: la de Iturbide y la de Maximiliano, ambas imperiales (por lo cual están coronadas), que pertenecen a la historia de nuestro país y es correcto mostrarlas en los libros y museos, pero que no están para festejar.
Don Agustín de Iturbide (aquí el don denota lo mafioso), no sólo fue un represor del movimiento insurgente, sino uno de los que concluyeron la independencia de México. Los primeros independentistas fueron perseguidos por Iturbide, pero el miedo a las reformas liberales en España motivo a terratenientes, iglesia y militares a pactar con los insurgentes. De entre estos últimos se había separado ya a todos los que convenían con los intereses de los primeros, por lo cual apoyaban los derechos de los indígenas, eran en su mayoría republicanos y creían en las medidas de Hidalgo y Morelos de abolir la esclavitud.
El primer gobierno fue acaparado por Iturbide. Su junta provisional, ese fue su nombre, decidió nombrar una regencia, lo cual fue objeto de chacoteo por parte de los liberales, porque el regente lo es en sustitución de un rey y este no existía. Por supuesto el presidente de la regencia era el propio Iturbide. Los deseos monárquicos se vieron frustrados por la negativa de los borbones a ocupar este que querían nuevo imperio mientras los republicanos complotaban. La junta convoco a la elección de un congreso constituyente, cuyos diputados fueron electos directamente en los ayuntamientos. Esto era contrario al deseo de Agustín que deseaba un congreso en que se representaran las clases sociales.
Todo lo relata Carlos María de Bustamante: el resultado fue un congreso contrario a los deseos del jefe del ejército y presidente de la regencia. Iturbide fue entonces todo lo que se podía esperar de él (ya había sido encauzado por abuso y fraude por los propios españoles durante la época de la lucha por la independencia): Mintió; aseguró su integridad a diputados contrarios a él para luego apresarlos; se presentó con acarreados y militares al congreso a la votación por el imperio; suspendió y disolvió el congreso; instituyo un remedo; repone al anterior, lo amenaza; repartió dinero (a Santa Anna, el cual desde entonces no era necesario corromper); manda aprehender a muchos de los primeros insurgentes (Fray Servando Teresa de Mier, Guadalupe Victoria Guerrero y Nicolás Bravo entre ellos); repartió distinciones; reconoció privilegios; se hizo aplaudir, reverenciar, realizó ritos enalteciendo su persona o parientes y se hizo acompañar de una corte.
Iturbide reunía la voluntad de los poderes más detestables de la colonia: Altos mandos del ejército, representantes de la iglesia y los dueños de las haciendas. A pesar de su poder, dinero, cruz y posesiones, no pudieron evitar las deserciones de los soldados y las burlas (hasta las joyas de esa corona tan dada al boato, a pesar de lo corto de su existencia, eran prestadas).
Duro el chiste de julio de 1822 a marzo de 1823, menos de un año y sería motivo de risa sino fuera por la gran cantidad de atropellos al erario, a las personas y al congreso. Cuando regreso el país ya estaba nuevamente en guerra entre monárquicos y republicanos. Fue fusilado. Los conservadores fueron derrotados. Los atropellos no los recuerdan quienes anhelan formar parte de una corte. La estrofa del himno nacional que mencionaba a Iturbide se eliminó en su momento porque los símbolos nacionales han ido cambiando y son producto de la historia y de sus consensos.
Si alguien puede decir que la bandera de Iturbide fue de un gobierno mexicano, aunque corrupto y reaccionario, y por eso, contrario a nuestra tradición, debería de todas formas exhibirse en una fiesta nacional, en donde ya no existe pierde es en la de Maximiliano. Esta se creó con el escudo nacional, el águila devorando la serpiente, rodeada por dos grifos cuyas cabezas se dirigen al centro.
Me parece que fue German List Arzubide quien, comentando la huida del presidente Jacobo Árbens por el golpe militar en Guatemala, organizado por la CIA y la United Fruit Company, dijo: no todos los días nace un Benito Juárez. En efecto, pese a las traiciones y las adversidades Don Benito decidió quedarse en México, viajar por el como presidente itinerante y resistir a los franceses y conservadores. El resultado fue la continuidad del gobierno mexicano. Maximiliano no fue nuestro gobernante. Permitió la bestialidad de conservadores y franceses en la guerra. Sus tres años en México fueron una mala broma frente a un gobierno digno como el de Juárez. Por eso hablamos de la intervención francesa mientras los conservadores, cuando no tienen sentido del ridículo, hablan del segundo imperio. Nosotros, los mexicanos, mucho menos durante las fiestas patrias, no paseamos ese pendón como los rusos, los judíos o los franceses tampoco pasean la suástica durante sus celebraciones.
Los conservadores, los mochos de golpe de pecho, adoran la ostentación y los ritos; por eso, en las avenidas de la capital del estado de Hidalgo uno reconocerá las banderas de los admiradores del imperio (el que anhelen), pero sentirá extrañeza al verlas, una cierta falta de seriedad, si es que puede haberla en algo tan sin sentido como la heráldica de los conservadores mexicanos. La razón es que, en estos tiempos, estos conservadores por accidente (creemos), no conocieron de los diseños originales, no visitaron el Castillo de Chapultepec, los retomaron en cambio de algún lugar del ciberespacio en el que se perdió, tal vez para bien, el valor plástico que tenían. Estas son caricaturas: Emperadores (oficiales o espurios), banderas reproducción de banderas conservadoras y reproductores disparatados de símbolos históricos. Sólo esperemos que ahora no nos salgan con un águila pelona.
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