miércoles, 25 de marzo de 2015

Monumento al arquitecto desconocido

La reacción del pueblo egipcio a la construcción de la pirámide de Khufu, mejor conocido como Keops (2551-2528 a.C), gobernante de la cuarta dinastía, debió estar entre las razones por las cuales sólo conocemos de este faraón una pequeña estatua de marfil de siete centímetros y medio alojada en el Museo Egipcio del Cairo (originalmente la pirámide medía 146 metros, de los cuales quedan 137).
Herodoto, un par de milenios después, describía a Khufu (Quéope en sus textos) cerrando templos y centralizando en su lugar el gasto religioso a la construcción de la gran pirámide. La falta de información sobre este gobernante se debe tanto al autoritarismo con el cual administro la construcción, el efecto sobre la masa de trabajadores, como por el resentimiento de las clases privilegiadas, de los sacerdotes.
El tropel de visitantes que acude al conjunto de las pirámides haría bien en hacer fila frente a esta pequeña figura, ironía de la historia, y los gobernantes sacar sus propias conclusiones de esta experiencia milenaria.
La destrucción de todas las estatuas e imagines de un gobernante en Egipto y el medio oriente tiene varios precedentes, no solo las del fundamentalismo musulmán.
En el propio Egipto se borraba el nombre de antiguos gobernantes para imprimir el de uno nuevo; varias sucesiones de nombres se imponían en una misma escultura, como hasta hace poco (tal vez la semana pasada), se añadía una nueva placa con el nombre del faraón en turno en puentes, edificios públicos, jardines y en general cualquier obra o monumento en la cual, sin importar si había sido construida por tal o cual dinastía, presidentes de la república, gobernadores y munícipes trascendían, al menos en una placa, al futuro, unos pocos años, en tanto esta no era robada con el fin de fundirla y ganar unos pocos pesos o se imponía otra de otro faraón.
También se borraba a oponentes, políticos o religiosos, lo que es lo mismo. Akhenaton, gobernante que impulsó, o impuso la adoración a un solo dios, el Sol, fue borrado de la historia y muerto fue abandonada la nueva capital egipcia creada por él. El motor de esta destrucción fue el odio del conjunto de los sacerdotes de Amón, desplazados por el nuevo dios que centralizaba en el faraón funciones, privilegios y el excedente que acumulaban los sacerdotes. Significativamente, sabemos más y se conserva más de este hereje que de Khufu, el muy probable mal administrador según Herodoto (por odio los egipcios “ni acordarse quieren de su nombre”, refiere el griego del faraón y un sucesor Khafre o Khefrén).
No sabemos con precisión el nombre del arquitecto de Khufu, se especula pudo ser un pariente que acumuló numerosas funciones, Hemiuno, identificado entre otros cargos como “capataz de todas las obras”, por lo cual pudo ser administrador o arquitecto, aunque ciertamente los arquitectos modernos reúnen en numerosas ocasiones las funciones de capataces y de diseñadores. Si se va al Museo del Cairo no se encontrará una imagen de este personaje, pero si podrá hacerlo en Alemania, pues allá acabó una estatua de tamaño natural que contrasta con el tamaño de la que se encuentra en Egipto de quien encargó la obra.
Lo que hay que aprender es que el costo de las obras faraónicas no es meramente económico, sino social, aún en la mismísima época en que los faraones habitaban algo más que los libros de historia.

Los romanos habían construido el Panteón en Roma, obra diseñada probablemente por Apolodoro de Damasco, romano nacido en Siria, que había sido arquitecto de Trajano, para el cual había realizado varias construcciones, entre ellas la famosa columna que sobrevive en Roma.
A Trajano lo sucedió Adriano, como el primero nació en lo que hoy es España, pero a diferencia del anterior este emperador nunca quiso estampar su nombre en las construcciones públicas que encargó, aunque un muro lleva su nombre, el que separaba en Gran Bretaña el mundo romano del celta. Mando Adriano construir el panteón para honrar a Julio Cesar y familia, se rumoraba mató a Apolodoro por reclamarle este su impericia en la arquitectura, a la cual era aficionado el emperador. Marguerite Youcenar, en su novela Memorias de Adriano, le hace decir:

“Pero los dioses no se levantan; no se levantan para prevenirnos, ni para protegernos, ni para recompensarnos, ni para castigarnos. No se levantaron aquella noche para salvar a Apolodoro”.

Rumor al fin, en sus notas sobre la novela la autora se disculpa y plantea el hecho como una hipótesis, como lo es también la autoría de Apolodoro del Panteón. Lo único cierto es que el monumento lo encargó Adriano. Pero una novela puede rescatar el resentimiento, la contradicción con su antecesor y el conflicto entre el diseñador y quien encarga la obra.

Un florentino acudió a Roma a aprender como construir edificios y cúpulas. Su experiencia le sirvió para participar en un concurso para cubrir el crucero de una catedral, la de Florencia, que con sus medidas interiores de 100 metros de altura y 41 de ancho todavía es hoy un espacio respetable para la ingeniería.
El Duomo tuvo en Filippo Brunelleschi “el arquitecto”. Existieron muchos otros antes que él, así como existía arquitectura antes del renacimiento también existían profesionales dedicados a ella, pero en Europa este florentino, ingeniero, escultor y arquitecto al que se atribuye el nacimiento de la perspectiva tuvo en él también otro nacimiento para la Europa que dejaba la edad media, el del “autor”. Las obras, las grandes obras, sobre todo religiosas, eran colectivas, tomaban demasiado tiempo y demasiadas manos. La catedral no era la excepción: comenzó con el diseño de Arnolfo di Cambio, siguió con Giotto y mucho menos de un par de siglos después del diseño original se planteó construir la cúpula del crucero de la catedral, hasta entonces de madera. Fillipo ideó el diseño, la ingeniería y el método para construirla, así como las maquinas empleadas en él. Cada uno de sus soluciones fueron originales, por ejemplo la disposición de los ladrillos, de espino pez, pero encontró en el panteón un modelo eficaz, el de la cúpula de doble pared.
La obra es una mezcla de esfuerzos y de estilos, con di Cambio fue gótica, con Brunelleschi renacentista. La cúpula es el símbolo de Florencia y el nombre es sólo de Fillipo. Si existe una época y obra en la cual nos podemos referir al nacimiento del estilo renacentista, esta es la de Brunelleschi. Su tumba la podemos encontrar en los sótanos de la catedral que lo hiciera famoso como en otro espacio de la misma las máquinas usadas en su construcción, copiadas por Leonardo Da Vinci, quien tuvo ocasión de conocerlas y cuyos esquemas, engranes, poleas, que maravillan a quien consulta el códice Atlántico, en realidad fueron en su origen o inspiración máquinas que existieron y se usaron para levantar piedras, hombres y maderos para la construcción del domo. Así fue como nació el “arquitecto”. Muchos hombres, monjes y frailes en su mayoría, fueron nombrados en relación a monumentos europeos, pero Brunelleschi cobra otra dimensión y este es más conocido que quienes encargaron la obra.

El encargo, el diseño y la construcción siempre han planteado sus conflictos. En México las pirámides son el símbolo de estas contradicciones: Teotihuacán, Tula y la propia Tenochtitlan fueron ciudades creadas con el tributo que tenía de un lado grandes construcciones y del otro a pueblos y comunidades oprimidas. Las ciudades fueron asaltadas por quienes antes fueron asaltados por ellas. Su ruina significó la liberación de otros. La historia se repite en otras partes de Mesoamérica entre los mayas o en la mixteca, pero en el caso de las tres mencionadas arriba siempre se ha mencionado entre los sospechosos de su destrucción a grupos hñähñu, otomíes hartos del maltrato. No conocemos de la tensión entre quienes encargaron la obra y quienes la diseñaron, pero sí se deduce aquella generada entre quienes la encargaron y quienes probablemente la construyeron y pagaron.
Con la conquista esta tensión cobró mayores dimensiones. La construcción de la ciudad de México fue otra plaga por sus consecuencias para la población indígena, los cuales morían y eran arrojados simplemente a los canales. Con el fin de la encomienda esta tensión terminó su etapa depredadora pero continuó hasta el fin de la colonia. A partir de la Independencia y la Revolución las cosas fueron cambiando, con la primera término formalmente el trabajo no asalariado, y efectivamente esto acabó con la segunda. Se ha afirmado que los mexicanos no hacemos hacer otra cosa que pirámides, enormes construcciones. Algo hay de verdad, pero desde la Revolución éstas son obras públicas y no religiosas.
El signo de esta relación lo podemos ejemplificar con los soberbios arquitectos de la terminal 2 del aeropuerto de la ciudad de México, soberbios no por la resolución de sus obras, sino por el cinismo con el que se comportan. No oyeron, al menos no escuchamos su respuesta, ante las numerosas acusaciones de corrupción que acompañaron la licitación de la obra. Solo oímos la afirmación de que ¿quién conocía a “quien encargaba la obra”? obviamente frente a la importancia de su arquitecto.

De la plaza Independencia de Pachuca en un año hemos conocido tres proyectos distintos y “aprobados”, no por el INAH y el INBA, sino por una autoridad federal, estatal o municipal que permanece anónima, como anónimo también es el autor o arquitecto responsable del diseño. No sabemos si fueron tres los reyes magos (al menos en la biblia, en los evangelios apócrifos si se menciona el número y el nombre), como tampoco sabemos si fueron tres los autores de cada una de estas propuestas. La necesidad de conocer el nombre del autor no solamente es por razones de prestigio, ya sea de quien ordenó construir o de quien hizo el diseño de la obra, sino que en un mundo republicano, como en el que aparentemente vivimos, el responsable del diseño y de encargar la obra, así como el que la autorizó, adquieren una responsabilidad con la sociedad en la cual viven o gobiernan. La timidez compartida por autores y autoridades indica la poca confianza que tienen en sus propuestas.

Cabe diferenciar entre el rumor, la crítica anónima o mal intencionada, de la valoración objetiva. El propio Herodoto no supo o no calificó las diferencias entre una construcción en la cual se pagaba el trabajo, para construir la pirámide egipcia, y el trabajo esclavo en Grecia cuando escribe su relato. La mala fe se cuela. Cualquiera sea la reacción del pueblo egipcio, es seguro la leyenda recuperada por el griego sobre como el avaro Quéope (CXXVII del libro 2) prostituyó a su hija para pagar los gastos de la gran pirámide, pueda referirse a dos temas distintos: el de la prostitución sagrada de mujeres de la alta jerarquía egipcia, y la recaudación de los dineros, talentos, como se les denominaba, necesarios para pagar la obra. La obra duro veinte años y la hija, según el griego, reunió parte del dinero, no sólo para la pirámide de él, Khufu, sino la propia, al solicitarle a cada amante la donación de una piedra para su tumba. Pero allí está la obra, refleja lo que debieron pasar sus constructores, los trabajadores, no quienes la encargaron.

Durante varios milenios la humanidad ha podido constatar al mirar las pirámides los errores de sus gobernantes, algunos magníficos y terribles a la vez como las propias pirámides, en este caso, una obra faraónica no solamente puede ser un error social y económico sino, a diferencia de la obra egipcia, estético.